Artículo y foto por: Martínez Páramo
Hubo un momento decisivo que redefinió el paisaje económico de Estados Unidos. A partir de los años setenta, las grandes corporaciones comenzaron a desprenderse de sus plantas industriales, trasladando su producción a México, China y el sudeste asiático en busca de mano de obra barata, menores regulaciones y, sobre todo, mayores ganancias. Lo llamaron offshoring, y con él, el corazón manufacturero de Estados Unidos comenzó a latir en otro lugar.
Numerosas empresas estadounidenses optaron por la deslocalización de su producción para reducir costos y aumentar su competitividad. General Motors y Ford, por ejemplo, trasladaron parte de su fabricación automotriz a países como México, Brasil, China y Europa del Este. Por su parte, Nike comenzó en los años 80 a mover su producción a Corea del Sur, Indonesia, China y Vietnam, mientras que Apple, aunque aún diseña sus productos en California, depende casi por completo de la manufactura china a través de socios como Foxconn. La icónica marca Levi’s cerró sus últimas fábricas en Estados Unidos en 2003, llevando su producción a México, Bangladesh, Sri Lanka y Haití. Asimismo, gigantes tecnológicos como IBM, Dell y HP trasladaron su manufactura de hardware y servicios de soporte técnico a India, China y Filipinas. Este fenómeno reflejó una tendencia global en la que las empresas priorizaron mercados con mano de obra barata y regulaciones menos estrictas.
La deslocalización de la producción fue impulsada por razones económicas clave, siendo la mano de obra más barata -como en China, México o el Sudeste Asiático- uno de los principales motivos, ya que los salarios en estas regiones son significativamente menores que en Estados Unidos. Además, muchas empresas aprovecharon regulaciones ambientales y laborales más laxas, lo que redujo sus costos operativos. Otro factor determinante fue el acceso a nuevos mercados, ya que producir localmente les permitió evitar aranceles y vender directamente a esas economías. La flexibilidad productiva también jugó un papel crucial, al permitir fabricar grandes volúmenes con costos reducidos y adaptarse rápidamente a la demanda. Por último, muchos países ofrecieron incentivos fiscales, como impuestos bajos o subsidios, para atraer inversiones extranjeras. Los beneficios para las empresas fueron claros: aumento en las ganancias netas, capacidad para ofrecer productos a precios más competitivos y mayor liquidez para reinvertir en marketing, innovación o adquisiciones. Esta estrategia no solo optimizó sus operaciones, sino que les permitió consolidarse en un mercado global cada vez más exigente.
La deslocalización de la producción estadounidense no fue un fenómeno natural, sino una revolución industrial orquestada, impulsada por las élites políticas y económicas de ambos partidos, vendida al público como libre comercio y globalización inevitable. En ciudades como Detroit, Pittsburgh y Youngstown, el resultado fue concreto y devastador: fábricas cerradas, pueblos convertidos en cementerios de máquinas oxidadas y generaciones de trabajadores abandonados a su suerte. Mientras Wall Street festejaba récords bursátiles y las empresas reportaban utilidades históricas, el Rust Belt -la región en el noreste y centro-norte de Estados Unidos- se convertía en el símbolo de un país que ya no producía, solo consumía.
Para 2016, el malestar acumulado era dinamita política. Las promesas de Washington, desde el NAFTA de Clinton hasta la apertura comercial con China, sonaban a traición. Y entonces apareció un magnate de bienes raíces con un discurso de venganza económica y nostalgia industrial. Este es el relato de cómo la gran fuga de fábricas y la indiferencia de las élites, prepararon el terreno para un presidente que juró devolver el poder a los olvidados. Y cómo, en el proceso, Estados Unidos descubrió que las heridas de la desindustrialización no se cerraban con discursos.
Si hubo un país que simbolizó, más que ningún otro, el auge de la globalización y su impacto en los trabajadores estadounidenses, ese fue China. Su entrada en la Organización Mundial del Comercio en 2001, con el respaldo de Washington, marcó un punto de no retorno. De la noche a la mañana, corporaciones estadounidenses vieron en el gigante asiático un paraíso de mano de obra barata, subsidios gubernamentales y una clase obrera disciplinada. El resultado fue una hemorragia industrial sin precedentes.
Estudios del MIT y de economistas como David Autor revelaron que, entre 1999 y 2011, la competencia china destruyó 2.4 millones de empleos solo en manufactura, con efectos devastadores en textiles, muebles, electrónicos y unidades automotrices. Ciudades que dependían de una sola fabrica como Dayton Ohio, con su planta de General Motors, vieron cómo sus puestos de trabajo se esfumaron rumbo a Shenzhen o Shanghai. Pero lo más grave no fue solo la pérdida de empleos, sino la cadena de devastación económica que siguió: cierres de negocios locales, caída de salarios y una generación entera obligada a reinventarse o a caer en el desempleo crónico y la adicción a los opioides.
Washington había vendido la globalización con un argumento seductor: “Estados Unidos se especializará en empleos de alta tecnología, mientras China hace los trabajos básicos”. Pero la realidad fue muy diferente. China no solo fabricaba barato, sino que empezó a competir en tecnología, desde paneles solares hasta el desarrollo del 5G. Las empresas estadounidenses trasladaron no solo producción, sino también conocimiento, formando ingenieros chinos y construyendo cadenas de suministro leales a Pekín. Mientras, en Scranton, Pennsylvania, y Flint, Michigan, la clase obrera blanca, antes orgullosa de su trabajo en acereras y en la industria automotriz, se sentía traicionada por ambos partidos.
Donald Trump no inventó el profundo malestar que hervía en el corazón industrial de Estados Unidos, pero supo canalizarlo como ningún político antes que él, transformando el dolor económico en un potente discurso nacionalista. Con frases contundentes como, “China nos está violando económicamente” o “El TLCAN es el peor acuerdo de la historia”, Trump dio voz a una ira acumulada durante décadas; la de trabajadores que vieron cómo sus empleos migraban a Asia mientras las élites en Washington celebraban los beneficios de la globalización. Su promesa de imponer aranceles y traer las fábricas de vuelta -aunque económicamente cuestionable- fue un bálsamo emocional para comunidades abandonadas, que por primera vez escuchaban a un candidato reconocer su sufrimiento sin rodeos. Sin embargo, detrás del efectismo de su retórica, las soluciones de Trump (guerras comerciales, medidas proteccionistas) resultan más simbólicas que efectivas: mientras sus aranceles generan titulares, la reindustrialización está por verse. Pero eso, en el fondo, es casi lo de menos: lo que verdaderamente movilizó a su base fue la sensación de que alguien, por fin, estaba dispuesto a pelear por ellos, aunque fuera con palabras, no con resultados.
La deslocalización industrial representa una paradoja fundamental de la globalización: por un lado, abarató productos, multiplicó las ganancias corporativas y redefinió las reglas del comercio mundial; pero dejó un rastro de comunidades devastadas, desempleo estructural y desigualdades trasladadas de un continente a otro. Mientras las empresas aprovecharon mano de obra barata y regulaciones laxas en el extranjero, el costo social se externalizó: fábricas cerradas en los países desarrollados y condiciones laborales precarias en los países receptores. Este fenómeno no solo transformó la economía global, sino que desplazó los dilemas éticos a nuevas latitudes, donde persisten preguntas incómodas sobre equidad, sostenibilidad y responsabilidad corporativa. En definitiva, el legado de la deslocalización es un recordatorio de que, en un mundo interconectado, el progreso económico de algunos suele escribirse con las cicatrices de otros.