Artículo y foto por: Martínez Páramo
El racismo es una actitud y una creencia que sostiene que la superioridad o inferioridad de las personas depende de características biológicas o rasgos visibles o físicos, como el color de la piel, el tipo de cabello o los rasgos faciales. A lo largo de la historia, estas características han sido utilizadas para justificar creencias y estructuras de poder que clasifican a las personas en jerarquías raciales. Los efectos del racismo se reflejan en prácticas sociales, políticas y económicas poniendo en desventaja a grupos étnicos racializados. Así pues, el racismo ha sido una fuerza divisiva y destructiva en las sociedades, perpetuando desigualdades y conflictos.
El racismo ha sido respaldado y perpetuado a lo largo de la historia por diversos grupos, instituciones y sistemas de producción para favorecer y legitimar la supremacía de la raza blanca sobre las demás. Estas dinámicas han consolidado prejuicios y creencias que no solo justifican, sino que también protegen intereses económicos, políticos y sociales, diseñados para preservar la jerarquía dominante de la raza blanca y así asegurar su posición de poder y privilegio en detrimento de todas las demás comunidades.
Los defensores del racismo argumentan que las personas de raza blanca poseen cualidades innatas que las convierten en personas más inteligentes, más capaces o civilizadas. Esta concepción, profundamente errónea y basada en prejuicios infundados, carece de fundamento científico. Sin embargo, su persistencia contribuye a la discriminación sistemática, relegando a los grupos racializados a posiciones de desventaja, privándolos de oportunidades fundamentales. Como resultado, estas creencias perpetúan las desigualdades sociales y económicas, consolidando un sistema de exclusión que impide el acceso equitativo a derechos y recursos.
Hace tres siglos surgieron las primeras formulaciones de lo que hoy conocemos como teorías raciales, ideologías seudocientíficas que pretendían clasificar a la humanidad en jerarquías basadas en características físicas y culturales. A mediados del siglo XIX, estas teorías cristalizaron en los llamados “modelos de color”, un sistema jerárquico que asignaba valores de superioridad o inferioridad a diferentes grupos raciales. En la cúspide de este sistema se encontraban los europeos blancos y los inmigrantes europeos asentados en Norteamérica, ellos representaban el ideal de “civilización”. Por debajo de ellos, figuraban los llamados “pardos” u orientales, un término aplicado a los pueblos del Medio Oriente que, fueron clasificados como culturalmente deficientes. Los asiáticos, a pesar de sus contribuciones evidentes en ciencia y filosofía, fueron apenas elevados un peldaño, destacando solo cuando convenía a las narrativas de superioridad blanca. En la base de esa estructura racista, se encontraban los africanos, quienes fueron despojados de cualquier reconocimiento o contribución histórica, por eso fueron relegados al estrato más bajo.
Los africanos fueron relegados al nivel más bajo del modelo racial jerárquico, para justificar su deshumanización y la explotación sistemática a la que fueron sometidos durante siglos por las potencias europeas. Son testimonio brutal de esta jerarquía racista ejemplos como, el comercio transatlántico de esclavos, que secuestró y esclavizó a millones de personas y las exhibiciones humanas de “zoológicos étnicos” en Europa, donde africanos eran expuestos como atracciones.
Estas teorías raciales fueron utilizadas como herramientas ideológicas para legitimar y perpetuar la esclavitud, el colonialismo y políticas de exclusión sistemática que desembocaron en actos de genocidio en Europa y sus colonias. Al enmarcar las jerarquías raciales como una supuesta evidencia científica, se consolidaron estructuras de opresión que justificaban la explotación económica, la dominación cultural y la violencia sistemática contra los pueblos considerados “inferiores”. Este discurso no solo reforzó las dinámicas de poder imperantes, sino que también sentó las bases para prejuicios y desigualdades que persisten en la actualidad.
Con la teoría de El Origen de las Especies de Charles Darwin, publicado el 24 de noviembre de 1859, considerado uno de los trabajos precursores de la literatura científica y fundamento de la teoría de la biología evolutiva, todo cambió. Su teoría demostró que la naturaleza está en un cambio constante y que no existe un orden natural e inmutable, tampoco entre los seres humanos. Esa teoría sacudió a toda Europa. Significaba que África podía suponer un desafío, también Sudamérica. Este cambio científico desafió la idea de una jerarquía racial inmutable y confrontó las visiones racistas prevalecientes de la época. Sin embargo, a pesar de los avances intelectuales, las estructuras de poder y las creencias racistas, continuaron evolucionando, adaptándose para mantener el statu quo de una supremacía blanca que se fundamentaba en intereses políticos, económicos y sociales.
La lucha contra el racismo no ha sido solo una lucha contra prejuicios individuales, sino contra un sistema complejo de poder que se ha construido a lo largo de los siglos. Las luchas por los derechos civiles, la igualdad y el reconocimiento de la diversidad, han puesto en evidencia que la raza, lejos de ser una característica determinante de la capacidad o valor humano, es una construcción social que ha sido utilizada para justificar desigualdades históricas.
A pesar de los avances, el racismo sigue profundamente arraigado en muchas sociedades. Se presenta de diversas maneras: desde la violencia explícita hasta las microagresiones cotidianas, pasando por políticas discriminatorias y representaciones mediáticas estereotipadas. El racismo no solo condena a los grupos racializados a la pobreza y la exclusión, también socava la cohesión social, limita el potencial colectivo y refuerza divisiones creadas.
Es esencial reconocer que el racismo no se reduce a individuos con prejuicios, sino que constituye un problema estructural que requiere cambios profundos en la organización de la sociedad. Erradicar el racismo es un proceso largo y complejo que exige no solo cuestionar los prejuicios individuales, sino también transformar las estructuras que lo perpetúan. Solo a través de la educación, la empatía y la acción colectiva será posible erradicar este mal que ha afligido a la humanidad durante siglos.