Artículo y foto por: Martínez Páramo
En el corazón del debate político estadounidense, tres temas emergen con fuerza persistente: el racismo estructural, la migración y las estrategias partidistas que condicionan las respuestas institucionales frente a estas realidades entrelazadas. Lejos de ser fenómenos aislados, estos tres elementos conforman un triángulo dinámico y conflictivo, profundamente arraigado en la historia, las estructuras sociales y la cultura política del país. Este triángulo define en gran medida el discurso público, influye en las decisiones legislativas y moldea el imaginario colectivo.
El racismo estructural se manifiesta en políticas de vigilancia desproporcionada hacia comunidades afroamericanas y latinas, en la segregación residencial persistente y en obstáculos estructurales que limitan el acceso a la educación de calidad y a empleos dignos. La migración, por su parte, es abordada no como un fenómeno global complejo, sino como una amenaza interna que alimenta narrativas de miedo y desinformación; basta observar la criminalización de solicitantes de asilo o las condiciones inhumanas en centros de detención fronterizos. A todo esto, se suman estrategias partidistas —sobre todo desde sectores conservadores— que instrumentalizan la xenofobia y el resentimiento racial como herramientas de movilización electoral, difundiendo discursos que vinculan inmigración con inseguridad o “pérdida de identidad nacional”, para así justificar políticas excluyentes y reforzar fronteras tanto físicas como ideológicas.
Comprender la interrelación entre estos tres ejes no es solo un ejercicio académico, sino un paso imprescindible para enfrentar con seriedad la crisis humanitaria en la frontera, desmontar la discriminación racial sistémica y frenar el uso cínico del odio como capital político en la democracia estadounidense. La política migratoria de Estados Unidos nunca ha sido ajena a consideraciones raciales. Desde sus inicios, ha estado marcada por criterios que determinan quién es considerado apto para formar parte de la nación y quién debe quedar al margen.
La figura del inmigrante ha sido históricamente construida desde una mirada racializada. Mientras los inmigrantes blancos europeos fueron vistos como fuerza de trabajo deseable para impulsar la industria, la agricultura y el ideal del “melting pot”, los migrantes no blancos fueron señalados como una amenaza, asociados con enfermedades, criminalidad o inferioridad cultural. Esta visión se tradujo en leyes concretas, como la Ley de Exclusión China de 1882 y el Acta de Inmigración de 1924, que favorecieron la entrada de europeos del norte y marginaron a asiáticos, africanos y otros grupos considerados “no asimilables”.
Las Leyes de Exclusión China de 1882 (en inglés: Chinese Exclusion Act of 1882) fueron una serie de leyes federales en Estados Unidos que prohibieron la inmigración de trabajadores chinos y negaron la naturalización a los chinos que ya residían en el país. Fue la primera ley estadounidense que restringió la inmigración de un grupo específico basado en su origen étnico o nacional. Desde la promulgación de esas leyes, hasta las actuales restricciones migratorias que impactan de forma desproporcionada a solicitantes de asilo provenientes de América Latina, el Caribe y África, la dimensión racial ha permanecido como un elemento fundamental en la política migratoria.
En el siglo XX, leyes como el Acta de Inmigración de 1924 establecieron cuotas que favorecían a inmigrantes del norte de Europa, mientras que limitaban drásticamente el ingreso de personas provenientes de Asia, África y América Latina, consolidando así una jerarquía racial disfrazada de criterio nacionalista. El Acta de Inmigración de 1924, también conocida como Ley Johnson-Reed, fue una legislación aprobada por el Congreso de Estados Unidos con el objetivo de restringir severamente la inmigración, especialmente desde países no europeos. Es una de las leyes más significativas y polémicas en la historia migratoria de EE. UU.
El Acta de Inmigración de 1924 estableció cuotas de inmigración muy estrictas basadas en el 2% del número de personas de cada nacionalidad que vivían en EE. UU. según el censo de 1890 (no el de 1920). Esto favorecía a inmigrantes del norte y oeste de Europa, y discriminaba contra los del sur y este de Europa (como italianos, polacos, rusos, judíos, etc.), y excluía casi por completo a los asiáticos. Reforzó y amplió la Exclusión China de 1882, y prohibió la inmigración de prácticamente toda Asia, bajo el principio de que esas poblaciones eran “no elegibles para la ciudadanía”.
En la actualidad, esta narrativa persiste en políticas como la aplicación del Título 42 durante la pandemia. En marzo de 2020, bajo la administración de Donald Trump y con el respaldo de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), se activó el Título 42. Título 42 es una disposición de una ley de 1944 que permite al gobierno prohibir la entrada de personas o bienes al país para prevenir la propagación de enfermedades contagiosas. Esta ley permitió que se expulsaran a migrantes en la frontera sur, sin escuchar sus razones ni darles chance de pedir asilo. Al mismo tiempo, se usó un lenguaje, en los medios, que los mostraban como una amenaza, como si fueran una “invasión”, lo que aumentó el miedo y los prejuicios hacia ellos. La aplicación del Título 42 durante la pandemia fue una medida implementada por el gobierno de Estados Unidos para expulsar rápidamente a migrantes en la frontera, bajo el argumento de emergencia sanitaria por el COVID-19. Esta política fue mantenida durante gran parte del gobierno de Joe Biden, a pesar de críticas de organizaciones de derechos humanos y expertos en salud pública que argumentaban que no tenía una justificación sanitaria válida.
La política migratoria de Estados Unidos ha operado históricamente como un mecanismo de control destinado a definir quién merece formar parte de la nación y quién no, con el objetivo de preservar una imagen de país blanco, anglosajón y protestante, excluyendo sistemáticamente a personas percibidas como racial o culturalmente diferentes. En los últimos años, la frontera sur de Estados Unidos ha pasado de ser simplemente una línea territorial para convertirse en un símbolo político, usado y manipulado al servicio de intereses partidistas.
Administraciones de ambos partidos —aunque con énfasis y retóricas diferentes— han recurrido a la imagen del “caos migratorio” como pretexto para endurecer leyes de asilo, ampliar centros de detención, construir barreras físicas y desplegar fuerzas militares en zonas limítrofes. La narrativa de una frontera fuera de control ha sido utilizada para sembrar alarma y legitimar acciones que violan derechos humanos fundamentales.
Durante el gobierno de Trump se implementaron medidas como “Quédate en México” y la separación de familias migrantes, reflejando una política especialmente dura. Sin embargo, incluso los gobiernos demócratas, a pesar de prometer reformas, han mantenido prácticas como la detención prolongada de menores. Esto revela que, más allá del partido en el poder, existe una continuidad en la política migratoria estadounidense centrada en el control y la exclusión.
El empleo recurrente del miedo en el discurso político no responde a una auténtica preocupación humanitaria, sino a una fría estrategia electoral. La estrategia cosiste en movilizar al electorado blanco —especialmente en el sur conservador y el medio oeste— apelando a la defensa de una identidad nacional mitificada, blanca, cristiana y anglosajona, retratada como una fortaleza asediada por el cambio demográfico. La retórica de “invasión” actúa como catalizador de ansiedades raciales, religiosas y culturales, reforzadas por medios de comunicación y líderes políticos que promueven la noción de una nación en peligro. Así, la frontera no es sólo un espacio físico de cruce, sino un territorio donde se proyectan las batallas ideológicas más profundas del país.
La criminalización del migrante no puede entenderse fuera un marco más amplio, un marco profundamente arraigado en el racismo estructural que atraviesa las instituciones estadounidenses. No se trata simplemente de un conjunto de políticas migratorias estrictas, sino de un sistema que, desde su diseño, aplica castigos diferenciados según el color de piel, el origen étnico y el estatus socioeconómico. Las medidas de detención prolongada en centros de reclusión privados, la separación sistemática de familias en la frontera y la deportación selectiva basada en perfiles raciales son prácticas dirigidas, de forma abrumadora, contra personas racializadas, especialmente latinoamericanos, caribeños y migrantes africanos. Mientras tanto, ciudadanos europeos que permanecen en el país con visas vencidas rara vez son objeto del mismo
grado de escrutinio o persecución.
El sistema judicial y carcelario estadounidense —famoso por ser el mayor aparato de encarcelamiento masivo del mundo— reproduce y amplifica estos patrones de desigualdad. Migrantes indocumentados enfrentan detenciones arbitrarias por parte de agencias como ICE o la Patrulla Fronteriza, muchas veces sin el debido proceso ni representación legal adecuada. A esto se suman los abusos institucionales documentados: condiciones infrahumanas en los centros de detención, prácticas de alimentación forzada, negligencia médica e incluso casos de abuso sexual. En muchos tribunales migratorios, el acceso a intérpretes calificados es deficiente, los procesos se aceleran sin garantías y las decisiones judiciales varían drásticamente según el juez asignado, revelando un sistema profundamente desigual.
En paralelo, los medios de comunicación dominantes y los discursos políticos —especialmente desde sectores conservadores— han contribuido a una narrativa que presenta al migrante, particularmente si es latino o afrodescendiente, como un delincuente, un infiltrado o un portador de amenazas. Términos como “bad hombres”, “criminal aliens” o “hordas ilegales” refuerzan esta visión deshumanizante que convierte a personas en cifras alarmantes, y a sus historias individuales en objetos de sospecha. Esta criminalización sistemática no sólo justifica políticas violentas: refuerza una estructura de exclusión racial que define quién es considerado parte legítima de la nación y quién debe ser rechazado, vigilado o eliminado.
Frente a este panorama marcado por exclusión, criminalización y racismo estructural, emergen con creciente vitalidad movimientos sociales que luchan por redefinir la figura del migrante. No se trata únicamente de reacciones espontáneas, sino de procesos organizativos profundos, sostenidos por la dignidad, la memoria y la resistencia de quienes han sido históricamente silenciados. Organizaciones de base lideradas por personas migrantes y comunidades racializadas como: United We Dream, Mijente, Raices, Black Alliance for Just Immigration o la National Day Laborer Organizing Network, están tejiendo redes de solidaridad, promoviendo reformas legislativas inclusivas y generando espacios de empoderamiento político y cultural.
Estas iniciativas han logrado frenar deportaciones, documentar abusos sistemáticos, ofrecer defensa legal a miles de personas, y ejercer presión directa sobre autoridades locales y federales. Movimientos como los del “Santuario” han desafiado públicamente las políticas de ICE, transformando iglesias, universidades y gobiernos municipales en refugios. Pero la lucha no se limita a los pasillos legislativos, también se libra en el terreno cultural. Activistas, artistas, académicos y periodistas comprometidos han desempeñado un papel crucial en desmontar estereotipos, visibilizar la violencia estructural y, sobre todo, en humanizar las historias de quienes cruzan fronteras —físicas, legales, lingüísticas y simbólicas— en busca de dignidad y seguridad.
Desde los murales que celebran la resistencia migrante en barrios latinos, hasta documentales, investigaciones académicas y columnas periodísticas que denuncian la brutalidad de las redadas o las condiciones infrahumanas de los centros de detención, estas voces disidentes están resignificando el relato nacional. Están desplazando la figura del “ilegal” como amenaza, para revelar al ser humano que sueña, trabaja, cuida y resiste. En ese acto de reconstrucción narrativa no sólo se defiende un derecho a permanecer, sino también el derecho a existir con plenitud e identidad.
Estados Unidos enfrenta hoy un desafío tan profundo como ineludible: redefinir su identidad nacional más allá de los esquemas excluyentes, raciales y coloniales que han marcado su historia. No se trata únicamente de reformar leyes migratorias o ajustar procedimientos administrativos, sino de emprender una transformación moral y política que cuestione los cimientos mismos sobre los que se han construido las nociones de ciudadanía, pertenencia y nación. Este desafío exige mirar el pasado con honestidad, sin maquillar la historia del país y reconocer claramente las formas de exclusión que marcaron su crecimiento: desde la expulsión de pueblos indígenas, la esclavitud de africanos, hasta las leyes que limitaron la migración de asiáticos, latinos y otros grupos considerados “indeseables”. Ya no basta con tolerar la diversidad: es hora de reconocerla como parte esencial de lo que Estados Unidos es y puede llegar a ser.