Artículo y foto por: Martínez Páramo
Después de observar las ruinas que, días atrás, dejaron los incendios en Los Ángeles, California, es difícil no ponerse a reflexionar sobre la magnitud de la tragedia. Las cenizas de vecindarios completos ofrecen un paisaje de desolación y devastación tan cruel que, han llevado a muchos a cuestionarse cómo pudo suceder algo de semejante magnitud.
Los millones de habitantes que conforman este extenso tejido urbano no solo fueron testigos de la catástrofe, sino que también sufrieron los efectos directos. Una de las consecuencias más preocupantes fue la calidad del aire, que se vio gravemente afectada. El cielo se cubrió de una espesa capa de partículas tóxicas, resultado de la combustión de una amplia variedad de materiales presentes en los edificios incendiados, desde madera y plástico hasta metales pesados y productos químicos utilizados en revestimientos y acabados.
Partículas finas, conocidas como PM2.5 y PM10, penetran fácilmente en las vías respiratorias, afectando principalmente a las personas más vulnerables, como niños, ancianos y aquellos con condiciones preexistentes como asma o enfermedades pulmonares. Además, los compuestos químicos liberados durante los incendios, como dioxinas y benceno, aumentaron significativamente el riesgo de efectos adversos a largo plazo en la salud, incluyendo problemas respiratorios crónicos, irritaciones oculares y de garganta, y en algunos casos, un incremento en el riesgo de enfermedades más graves como enfisema pulmonar, EPOC, enfermedades cardiovasculares, asma infantil y cáncer de pulmón.
Además de la devastación provocada por el fuego, la tragedia revelo serias fallas en la infraestructura contra incendios. La labor de los bomberos fue duramente cuestionada al descubrir depósitos de agua vacíos en momentos críticos, lo que evidenció una preocupante falta de preparación para enfrentar un desastre de esta magnitud. Por otro lado, el sistema constructivo de las edificaciones afectadas presentó graves deficiencias. Muchas de estas construcciones estaban hechas con materiales altamente inflamables, como madera, plásticos y aislantes poco resistentes al calor, lo que facilitó que el fuego se propagara con rapidez.
El diseño de las casas parece estar deliberadamente orientado a la vulnerabilidad. Construidas con materiales altamente inflamables, estas edificaciones están destinadas a sucumbir ante el menor incidente, permitiendo que el fuego las consuma por completo. Este fenómeno no es casualidad, sino parte de una estrategia cuidadosamente orquestada para perpetuar un ciclo de pérdidas y reconstrucciones que beneficia a sectores específicos de la economía. Las empresas constructoras, aseguradoras y proveedores de materiales son los principales beneficiados, aprovechándose de la fragilidad estructural que ellos mismos fomentan. Cada tragedia se convierte en una oportunidad para obtener ganancias, mientras las víctimas, sumidas en la desesperación de haber perdido todo, quedan atrapadas en un sistema que explota su vulnerabilidad en beneficio del lucro.
En Florida, donde los huracanes son una amenaza constante, las viviendas son erigidas con materiales ligeros y frágiles, incapaces de resistir las fuerzas devastadoras de los vientos huracanados. Estos vientos, que alcanzan velocidades superiores a los 250 kilómetros por hora en los huracanes más intensos, son capaces de arrancar techos, destruir paredes y arrastrar escombros con una fuerza tan implacable que transforman cualquier estructura débil en escombros en cuestión de minutos. A pesar de los avances tecnológicos en ingeniería y construcción que permiten edificar viviendas más robustas y resistentes a tales embates, la industria de la construcción opta deliberadamente por métodos de construcción que favorecen la destrucción en el siguiente desastre natural. Este ciclo de fragilidad, que deja a las personas a merced de la furia de la tormenta, no es accidental, es parte de una estrategia que asegura la reconstrucción continua, alimentando las ganancias de los constructores y aseguradoras a costa de la seguridad y las vidas humanas.
Estos patrones revelan una lógica perversa del capitalismo, en la que las vidas humanas son sacrificadas en favor de las ganancias. En lugar de ver las tragedias como fracasos de un sistema que debe proteger a las personas, se consideran oportunidades para reactivar la economía a través de la construcción y el consumo. Los desastres lejos de generar una reflexión crítica sobre la fragilidad del modelo, se convierten en un terreno fértil para el beneficio económico de los sectores implicados. Este enfoque no solo normaliza la pérdida como parte del proceso, sino que la convierte en un engranaje esencial del ciclo de acumulación del capital. En lugar de buscar soluciones que eviten el sufrimiento, el sistema alimenta la miseria colectiva, utilizándola para mantener la maquinaria económica en movimiento. El dolor humano se convierte así en un recurso, y la destrucción en una etapa inevitable del crecimiento económico, reforzando una estructura donde la prosperidad de unos pocos depende directamente de la vulnerabilidad y el sufrimiento de muchos.
Las tragedias de los incendios y los huracanes no son solo una serie de desastres naturales, sino también una manifestación de un sistema económico que se alimenta de la destrucción y del sufrimiento. Las vidas de millones de personas se ven sacrificadas en un ciclo que perpetúa la vulnerabilidad, mientras los sectores que deberían protegerlas se benefician de su dolor. La fragilidad estructural de nuestras viviendas, la falta de preparación en los servicios de emergencia y la indiferencia de un sistema que prioriza la ganancia por encima de la vida humana no son accidentes, sino un diseño meticuloso para asegurar la continuidad de un modelo económico que se basa en la reconstrucción constante. El costo de este modelo es incalculable, no solo en términos materiales, sino en el sufrimiento humano que se convierte en moneda de cambio en un mercado que nunca se detiene. Es hora de preguntarnos, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a seguir siendo parte de este ciclo destructivo? Y lo más crucial: ¿Cómo podemos romper con un sistema que se alimenta de nuestra propia vulnerabilidad?