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Entrega al Compás de las Olas

A pesar de que se anunció que la temperatura se mantendría dentro del límite de los 70 Fahrenheit, el día había resultado más caluroso, alcanzando casi los tres dígitos. Pero eso no fue impedimento para celebrar en grande el festival del orgullo gay. Como de costumbre, las calles por donde se llevaba a cabo el desfile estaban llenas de gente de todas las razas, culturas y edades.

Mantenía mi cámara sin perder detalle de la acción. Me encontraba absorto tomando fotos de todos esos muchachos que disfrutaban exhibiendo sus cuerpos semidesnudos. Miraba a todos lados, pues no sólo el desfile tenía hombres atractivos, también la audiencia gozaba de un gran número de especímenes masculinos dignos de admirarse y ser fotografiados.

Ni el estar parado allí bajo los fuertes rayos del sol aminoraba mis energías; por el contrario, me sentí contagiado por el ambiente de fiesta que había a mi alrededor. A través del lente de mi cámara me era posible apreciar diferentes ángulos de la belleza viril.

Transcurridos unos minutos noté que el espacio a mi alrededor se iba reduciendo; la gente se arremolinaba tratando de acomodarse. Fue entonces cuando sentí el contacto de alguien con el torso desnudo que ejercía presión sobre mí. Era imposible ignorar la firmeza de sus pectorales contra mi espalda descubierta; sus duros pezones acariciaban mi piel provocando un estremecimiento en todo mi cuerpo.

buttPlanté mis pies en el piso para mantener el balance. La gente lo seguía empujando hasta que sentí cada fibra de su cuerpo tocar el mío; podía percibir su aliento sobre mi cuello, incluso noté que su respiración se tornaba agitada.
Dejó pasar unos minutos sin perder detalle de mis reacciones. Al ver que no me molestaba su cercanía me tomó por la cintura y empujó su pelvis contra mi trasero, provocando que casi se me cayera la cámara por la sorpresa. Me soltó momentáneamente y dejó pasar unos minutos para después volver a atacar.
La excitación que esto le provocaba se había hecho latente en el bulto de sus pantalones, mientras yo tuve que colocarme la bolsa de la cámara enfrente para ocultar la erección que me produjo.

Era tal la aglomeración del lugar que permitió a nuestros cuerpos seguir acariciándose sin ser descubiertos; lo único malo fue que el desfile llegó a su fin más pronto de lo que hubiese deseado. Me sorprendió su osadía al negarse a soltarme y actuar como si fuéramos una pareja enamorada, y no fue sino hasta que la gente a nuestro alrededor comenzó a irse, cuando me di la vuelta para poder mirarlo de frente.

Su rostro me pareció familiar, nos vimos en dos o tres ocasiones en el bar, y aunque nuestras miradas se cruzaron, no habíamos tenido oportunidad de conocernos.

Desde el principio me sentí atraído por su virilidad. Lo primero que me llamó la atención fueron sus ojos grandes enmarcados por unas cejas pobladas. Labios carnosos, nariz prominente; barba y bigote abundantes y oscuros. Espalda ancha, hombros voluminosos, pectorales desarrollados. Brazos gruesos y largos; manos grandes. Su pecho y abdomen cubiertos de abundante vello oscuro. La perfección de su anatomía la complementaba un trasero redondo y firme que hacía que más de uno volteara a verlo.

Embriagados por la excitación que nos consumía, conversamos apenas lo necesario. Me enteré que su nombre era Edgar y me propuso que lo acompañara a un lugar con menos gente.
Nos fuimos en su carro hasta una playa en las laderas de la ciudad que resultó ser una maravilla.
Las cristalinas aguas verde-azules del mar, su blanca arena y el verde y abundante follaje dan al lugar un encanto paradisíaco. Lo escarpado del camino representa un reto para quien acude a ese rincón, proporcionándole privacidad absoluta.

Caminamos sobre la arena con los pies descalzos hasta llegar a un área cubierta por grandes arbustos. Encontramos una caverna que se alimenta de una cascada. Edgar me jaló hacia adentro y me envolvió con sus fuertes brazos. Miré a mi alrededor para asegurarme que estábamos solos. Comenzamos a besarnos apasionadamente.

Sus manos viajaban de arriba abajo sobre mi cuerpo mientras su boca me besaba con fervor. No tardamos mucho en quitarnos las ropas, y completamente desnudos nos colocamos bajo el refrescante chorro de agua. Mientras el líquido acariciaba mi piel, él pasaba su lengua por todos los rincones de mi cuerpo haciéndome gemir de placer.

Pidió que me recargara sobre la pared de la caverna y acariciara mi cuerpo mientras él observaba detenidamente. Dejé que mis manos recorrieran mi pecho y mi abdomen a donde aún podía sentir el calor de sus labios. Con una mano pellizqué ligeramente mi pezón erguido, mientras con la otra comencé a explorar mis genitales de donde se erguía palpitante mi miembro viril.
Edgar por su parte imitaba cada uno de mis movimientos mientras me contemplaba embelesado. Se veía tan seductivo parado en el marco de la caverna, completamente desnudo y con una daga fálica de dimensiones colosales que se antojaba tener entre mis manos y boca.

Dibujando un círculo en el aire me indicó que me diera vuelta. Así lo hice y poniendo mis manos sobre la pared rocosa me incliné ligeramente hacia delante, arrancándole una amplia sonrisa de aprobación.
Se me acercó entonces y se colocó por detrás. Me abrazó por la cintura y con una mano comenzó a jugar con mis testículos, para después asir con fuerza esa masa de carne en mi bajo abdomen.

Su duro miembro amenazaba con abrirse paso entre mis glúteos. Sus dientes se aferraban a mi cuello; una mano jugaba con mis pezones, y la otra continuaba su faena masturbatoria sobre mi falo, descubriendo mis zonas más sensibles que se iban rindiendo a los embates de sus caricias.
Era tanta el hambre que sentía de ser poseído que me fue difícil decir no cuando me pidió que lo dejara hacerlo. “Primero está la seguridad” le dije.
“Claro que he pensado en eso”, me contestó. “Por suerte guardé los condones que estaban regalando en el desfile; y aquí los traigo”.
Sin embargo debo confesar que me intimidaba el grosor y la rigidez de su miembro.

“Usted no’más relájese que yo me encargo del resto”, me dijo, mientras sacaba el condón de la bolsa de su pantalón.
Recordé mi deseo por tener esa daga ardiente en mi boca y sin perder ni un segundo lo empujé de espaldas sobre las rocas y comencé a besar su cuerpo. Me tomé mi tiempo en explorar cada centímetro de su piel. Lo fui cubriendo de besos en su pecho, en su abdomen y entre sus piernas, sin llegar de lleno a mi objetivo; después me levanté e hice el intento por besarlo, pero preferí morder con ansia sus carnosos labios mientras él apretaba los ojos y trataba de alcanzar mis labios para morderlos también, pero volteé el rostro para evitarlo.

Me pegué a su cuello y alcancé su oreja con los dientes. Su cuerpo se tensó momentáneamente y luego atrapó mi rostro entre sus manos y apresó mis labios con su boca. Cuando pude liberarme descendí lentamente por su cuerpo hasta hacer contacto al fin con la punta de su erección que dio un salto al sentir mi lengua. Lo tomé con una mano y lamí engolosinado el elíxir dulce-salado de su masculinidad. Con un poco de dificultad traté de introducirme cada pulgada de su pilastra, pero tuve dos intentos fallidos; sin embargo al tercero pude lograr mi objetivo arrancándole un quejido de satisfacción.

Me encontraba extasiado paladeando el sabor de su piel, e inhalando el intoxicante aroma de su sexo. Cerré los ojos y me dejé transportar al paraíso de la locura. No sé en ese momento quién poseía a quién pues lo sentí completamente entregado a mi ataque. Su cuerpo temblaba ante los embates de mi boca; lo oí gemir como un adolescente que, incauto e inexperto, se entrega por primera vez a los placeres de la carne. Se notaba tan vulnerable, sin oponer resistencia mientras con mis manos me aferraba a sus protuberantes nalgas y le enterraba las uñas con furia. Después, sin despegarme ni un instante de su miembro, elevé mis manos y comencé a pellizcar sus pezones.

Tanta fue su excitación que de pronto sentí que su miembro se engrosaba al máximo y lo liberé en segundos pensando que hasta allí había llegado; pero me equivoqué; ese flujo que mis labios percibieron fue más bien una descarga de energía que lo sacudió frenéticamente, como el despertar de un profundo sueño. Después me levantó con sus fuertes brazos y comenzó a besarme con ímpetu mientras pude darme cuenta que se iba colocando el condón.
Haciendo caso omiso a la súplica que reflejaba mi mirada me dio la vuelta y clavó sus fuertes dedos sobre mi cuello. Después me envolvió con su brazo alrededor de mi cintura y con su miembro rígido se fue abriendo paso entre mis piernas.

Por un momento llegué a temer su furia, sin embargo una vez que sintió que la punta de su mástil se colocaba en su objetivo respiró profundamente, como si él fuera el atacado, y lentamente se fue introduciendo haciendo sólo las pausas necesarias para que yo me pudiera acostumbrar a la penetración.
Una vez que se sintió hasta adentro volvió a surgir la bestia en él. Tomó mis manos con las suyas y me las colocó sobre la pared; después para asegurarse el control completo me abrazó con fuerza con una mano mientras que con la otra estimulaba mi miembro con fuertes sacudidas.

Entre las brumas de la excitación me fue imposible definir qué es lo que más gozaba, si su ardiente boca sobre mi espalda, su cuerpo aferrado al mío, la habilidad masturbatoria de su mano, o la furia con la que trataba de introducirse hasta la profundidad de mis entrañas.

Sólo un reto me propuse, y ese fue ignorar la destreza de su caricia sobre mi erección, para esperar a que él fuera alcanzando su punto de ebullición. Apreté los dientes, cerré los ojos y me concentré en las estimulaciones de mi trasero. Sentí cuando Edgar fue acelerando sus movimientos, aumentando la violencia de sus estocadas. Y fue hasta que sus piernas comenzaron a temblar y su cuerpo a convulsionarse cuando me dejé arrastrar por la corriente del orgasmo. De nuestras gargantas surgieron al unísono dos gritos profundos y desgarradores que parecieron cimbrar las paredes de la caverna. Fue una experiencia inolvidable cuando comencé a expulsar con gran potencia el candente líquido seminal, al tiempo que en mis paredes interiores podía sentir las convulsiones del orgasmo que atacaba inmisericordemente a Edgar. Nos cimbramos ante la arremetida de la explosión; permanecimos estáticos hasta que el último remesón atravesó nuestros cuerpos y sucumbimos pegados hasta sentir que la tranquilidad nos envolvía de nuevo.

Cuando finalmente recuperamos las fuerzas, nos vestimos, salimos de la caverna y nos fuimos a tirar sobre la arena, justo en el momento que el sol se escondía detrás del horizonte y nos ofrecía su espectacular atardecer lleno de rojos profundos emulando el color de la sangre que aún ardía en nuestros cuerpos.